Por su revelación, transmitida oralmente o por
escrito en la Iglesia, “Dios invisible habla a los hombres como AMIGO (ver Exodo 33, 11; Juan 15, 14-15), movido por su gran amor, mora con ellos (Baruc 3, 38) para invitarlos a
la comunión consigo y recibirlos en su compañía” (Dei Verbum 2). La respuesta
adecuada por parte del hombre a la invitación de Dios es la FE. Esta fe nace en el corazón de los no creyentes y se alimenta en el
corazón de los creyentes mediante la escucha de la Palabra de Dios en la
Iglesia (ver Romanos 10,17), lleva a un consentimiento y a un compromiso por parte del hombre con miras a instaurar una alianza duradera entre el Creador y su criatura. Por la
fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con
todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela, se confía libre y
totalmente a Dios. La Sagrada Escritura (ver Romanos 1, 5; Romanos 16, 26)
llama “obediencia de la fe” a esta
respuesta del hombre a Dios que revela.
“Obedecer en la fe”, es someterse libremente a la palabra escuchada,
porque su verdad está garantizada por Dios, que es la Verdad misma. De esta
obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura: “Por la
fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y
salió sin saber a dónde iba” (ver Hebreos 11, 8; Génesis 12, 1-4); por la fe,
vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (ver Génesis 23, 4);
por la fe, a Sara se le otorgó el concebir al hijo de la promesa y, finalmente,
por la fe, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio (ver Hebreos 11,
17-19). Y aunque muchos hombres y mujeres del Antiguo Testamento merecieron el
elogio de la fe ejemplar, Dios tenía ya dispuesto algo mejor: la gracia de creer
en su Hijo Jesús, “el que inicia y consuma la fe” (Hebreos 11, 40; Hebreos 12,
2).
La Virgen María realiza de la manera más perfecta la “obediencia de la fe”: en
la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel,
creyendo que “nada es imposible para Dios” (Lucas 1, 37; Génesis 18, 14) y dando su
asentimiento: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”
(Lucas 1, 38). Isabel la saludó: “¡Dichosa la que ha creído que se cumplirán la
cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lucas 1, 45); por esta fe
todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (ver Lucas 1, 48). Durante
toda su vida, y hasta su última prueba (Lucas 2, 35), cuando Jesús, su hijo,
murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el “cumplimiento”
de la palabra de Dios. Ella, como dice San Ireneo, “obedeciendo fue causa de su
salvación propia y de la de todo el género humano”. Por eso no pocos Padres
antiguos en su predicación gustosamente afirman con él: “El nudo de la desobediencia
de Eva fue desatado por la obediencia de María: lo que ató la virgen Eva por su
incredulidad, lo desató la Virgen María por su fe”; y comparándola con Eva
llaman a María “Madre de los vivientes”, y afirman con mucha frecuencia: “la
muerte nos vino por Eva, la vida por María (ver Lumen Gentium 56). María es
virgen porque su virginidad es signo de su fe “no adulterada por duda alguna” (Lumen
Gentium 63) y de su entrega total a la voluntad de Dios. Su fe es la que le
hace llegar a ser la madre del Salvador: “Más bienaventurada es María al
recibir a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo” (San
Agustín, de sancta virginitate 3) Por todo ello, la Iglesia venera en María
la realización más pura de la FE.
La fe es ante todo una adhesión personal del hombre
a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a TODA la
verdad que Dios ha revelado. Para el cristiano, creer en Dios es
inseparablemente creer en Aquel que El ha enviado, su “Hijo amado” en quien ha
puesto toda su complacencia (Marcos 1, 11) Dios nos ha dicho que le escuchemos
(ver Marcos 9, 7). El Señor mismo dice a sus discípulos: “Creed en Dios, creed
también en mi” (Juan 14, 1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el
Verbo hecho carne:
Nosotros creemos y confesamos que Jesús
de Nazaret, nacido judío de una hija de Israel, en Belén en el tiempo del rey
Herodes el Grande y del emperador César Augusto; de oficio carpintero, muerto
crucificado en Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato, durante el reinado
del emperador Tiberio, es el Hijo eterno de Dios hecho hombre, que ha
"salido de Dios" (Juan 13, 3), "bajó del cielo" (Juan 3,
13; Juan 6, 33), "ha venido en carne" (1 Juan 4, 2), porque "la
Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su
gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de
verdad... Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia"
(Juan 1, 14. 16). (ver CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA n.
424)
“A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único que
está en el seno del Padre, el lo ha contado” (Juan 1, 18). Porque “ha visto al
Padre” (Juan 6, 16), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (ver Mateo
11, 27). No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el
Espíritu Santo quien revela a los hombres quien es Jesús. Para entrar en
contacto con Cristo, es necesario primero haber sido atraído por el Espíritu
Santo. El es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Mediante el
Bautismo, primer sacramento de la fe, la Vida, que tiene su fuente en el Padre
y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu
Santo en la Iglesia. “El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de
Dios… Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Corintios 2,
10-11). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu
Santo porque es Dios. “La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima
Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo” (San Cesáreo de Arlés)
LAS CARACTERISTICAS DE LA FE
1. La fe es una gracia
Cuando San Pedro confiesa que Jesús es el
Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha
venido "de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los
cielos" (Mateo 16,17; confrontar con la vocación de San Pablo: Gálatas
1,15-17; y con la de los pequeños: Mateo 11,25). La fe es un don de Dios, una
virtud sobrenatural infundida por él, "Para dar esta respuesta de la fe es
necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio
interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón y lo dirige a Dios, abre los
ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad'"
(Dei Verbum 5).
Sólo es posible creer por la gracia y
los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer
es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la
inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las
verdades por él reveladas, porque “la razón más alta de la dignidad humana
consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo
nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y
simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo
conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando
reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador.
Muchos son, sin embargo, los que hoy
día se desentienden del todo de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan
en forma explícita. Es este ateísmo uno de los fenómenos más graves de nuestro
tiempo. Y debe ser examinado con toda atención. La
palabra "ateísmo" designa realidades muy diversas. Unos niegan a Dios
expresamente. Otros afirman que nada puede decirse acerca de Dios. Los hay que
someten la cuestión teológica a un análisis metodológico tal, que juzgan como
inútil el propio planteamiento de la cuestión. Muchos, rebasando indebidamente
los límites sobre esta base puramente científica sostienen que todo se explica
únicamente por esa razón científica o, por el contrario, rechazan sin excepción
toda verdad absoluta. Hay quienes exaltan tanto al hombre, que dejan sin
contenido la fe en Dios, ya que les interesa más, a lo que parece, la
afirmación del hombre que la negación de Dios. Hay quienes imaginan un Dios por
ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del Evangelio. Otros ni siquiera
se plantean la cuestión de la existencia de Dios, porque, al parecer, no
sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el motivo de preocuparse por
el hecho religioso. Además, el ateísmo nace a veces como violenta protesta
contra la existencia del mal en el mundo o como adjudicación indebida del
carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son considerados prácticamente
como reemplazos de Dios. La misma civilización actual, no en sí misma, pero sí
por su sobrecarga de apego a la tierra, puede dificultar en grado notable el
acceso del hombre a Dios.
Quienes voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y evitar con rodeo las cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia y, por tanto, no carecen de culpa. Sin embargo, también los creyentes tienen en esto su parte de responsabilidad.
Porque el ateísmo, considerado en su total integridad, no es un fenómeno
originario, sino un fenómeno derivado de varias causas, entre las que se debe
contar también la reacción crítica contra las religiones, y, ciertamente en
algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión cristiana. Por lo cual,
en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios
creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la
exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida
religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro
de Dios y de la religión” (Gaudium et spes 19).
En la fe, la inteligencia y la voluntad
humanas cooperan con la gracia divina: "Creer es un acto del entendimiento
que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios
mediante la gracia" (S. Tomás de A., s.th. 2-2, 2,9; confrontar Concilio
Vaticano I: DS 3010).
El motivo de creer no radica en el
hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a
la luz de nuestra razón natural. Creemos "a causa de la autoridad de Dios
mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos". "Sin
embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha
querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las
pruebas exteriores de su revelación" (DS 3009). Los milagros de Cristo y
de los santos (confrontar Marcos 16,17-18; Hechos 2,4), las profecías, la
propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad
"son signos ciertos de la revelación, adaptados a la inteligencia de
todos", "motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de
la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu" (Concilio
Vaticano I: DS 3008-10).
La fe es cierta, más cierta que todo
conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede
mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y
a la experiencia humanas, pero "la certeza que da la luz divina es mayor
que la que da la luz de la razón natural" (S. Tomás de Aquino, s.th. 2-2,
171,5, obj.3). "Diez mil dificultades no hacen una sola duda" (J.H.
Newman, apol.).
vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre "los ojos del
corazón" (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la
Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de
la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado.
Ahora bien, "para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda,
el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus
dones" (Dei Verbum 5). Así, según el adagio de S. Agustín (serm. 43,7,9),
"creo para comprender y comprendo para creer mejor". Cuando el
espíritu trata de comprender el por qué y el cómo de la vida cristiana para
adherirse y responder a lo que Dios pide, hay que ayudarse meditando las
Sagradas Escrituras, especialmente el Evangelio, empleando las imágenes
sagradas, los textos litúrgicos del día o del tiempo, los escritos de los
Padres espirituales, las obras de espiritualidad, el gran libro de la acción y
el de la historia, la página del “hoy” de Dios pues “en El vivimos, nos movemos
y existimos” (CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA n. 2705)
Fe y ciencia. "A pesar de
que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber desacuerdo entre
ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe ha
hecho descender en el espíritu humano la luz de la razón, Dios no podría
negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero" (Concilio
Vaticano I: DS 3017). "Por eso, la investigación metódica en todas las
disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas
morales, nuca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades
profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún,
quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo
escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios,
que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son" (Gaudium et Spes
36,2).
"Ciertamente, Dios llama a los
hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados por su
conciencia, pero no coaccionados. Porque Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona humana que El mismo ha
creado, que debe regirse por su propia determinación y gozar de libertad. Esto
se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús en quien Dios se manifestó
perfectamente a sí mismo y descubrió sus caminos. En efecto, Cristo, que es
Maestro y Señor Nuestro (ver Juan 13, 13) manso y humilde de corazón (ver Mateo
11, 28) atrajo pacientemente e invitó a los discípulos (Mateo 11, 28-30; Juan
6, 67-68)" (Dignitatis Humanae 11). Cristo invitó a la fe y a la
conversión, él no forzó jamás a nadie jamás. "Dio testimonio de la verdad
(ver Juan 18, 37), pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le
contradecían. Pues su reino no se defiende a golpes (ver Mateo 26, 51-53; Juan
18,36) sino que se establece dando testimonio de la verdad y prestándole oído,
y crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres
hacia Él" (ver Juan 12, 36) (Dignitatis Humanae 11). “Los Apóstoles, enseñados por la palabra y por el ejemplo de
Cristo, siguieron el mismo camino. Desde los primeros días de la Iglesia los
discípulos de Cristo se esforzaron en inducir a los hombres a confesar a Cristo
Señor, no por acción coercitiva ni por artificios indignos del Evangelio, sino
ante todo por la virtud de la palabra de Dios (ver 1Corintios 2, 3-5;
1Tesalonicences 2, 3-12). Anunciaban a todos resueltamente el designio de Dios
Salvador, "que quiere que todos los hombres se salven, y lleguen al
conocimiento de la verdad" (1 Timoteo 2, 4); pero al mismo tiempo respetaban a los débiles,
aunque estuvieran en el error, manifestando de este modo cómo "cada cual
dará a Dios cuenta de sí" (Romanos 14, 12), debiendo obedecer
entretanto a su conciencia. Lo mismo que Cristo, los Apóstoles estuvieron
siempre empeñados en dar testimonio de la verdad de Dios, atreviéndose a
proclamar cada vez con mayor abundancia, ante el pueblo y las autoridades,
"la palabra de Dios con confianza" (Hechos 4, 31; Efesios 6, 19-20).
Pues creían con fe firme que el Evangelio mismo era verdaderamente la virtud de
Dios para la salvación de todo el que cree (Romanos 1, 16). Despreciando, pues,
todas "las armas de la carne" (2Corintios 10,4; 1Tesalonicenses 5, 8-9), y
siguiendo el ejemplo de la mansedumbre y de la modestia de Cristo, predicaron
la palabra de Dios confiando plenamente en la fuerza divina de esta palabra
para destruir los poderes enemigos de Dios (ver Efesios 6, 11-17) y llevar a
los hombres a la fe y al acatamiento de Cristo (confrontar 2 Corintios 10, 3-5).
Los Apóstoles, como el Maestro, reconocieron la legítima autoridad civil:
"no hay autoridad que no provenga de Dios", enseña el Apóstol, que en
consecuencia manda: "toda persona esté sometida a las potestades superiores...;
quien resiste a la autoridad, resiste al orden establecido por Dios" (Romanos 13, 1-2; 1Pedro 2, 13-17). Y al mismo tiempo no tuvieron miedo de contradecir al poder público, cuando éste
se oponía a la santa voluntad de Dios: "hay que obedecer a Dios antes que
a los hombres" (Hechos 5,
29; Hechos 4, 19-20). Este camino siguieron innumerables mártires y fieles a
través de los siglos y en todo el mundo” (Dignitatis Humanae 11).
Creer en Cristo Jesús y en Aquél que lo envió
para salvarnos es necesario para obtener esa salvación (ver Marcos 16,16; Juan 3,36; Juan 6,40 e.a.).
"Puesto que `sin la fe... es imposible agradar a Dios' (Hebreos 11,6) y
llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella
y nadie, a no ser que `haya perseverado en ella hasta el fin' (Mateo 10,22; Mateo
24,13), obtendrá la vida eterna" (Concilio Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio
de Trento: DS 1532).
La fe es un don gratuito que Dios hace al
hombre. Este don inestimable podemos
perderlo; San Pablo advierte de ello a
Timoteo: "Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia
recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe" (1 Timoteo
1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos
alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la aumente (ver
Marcos 9,24; Lucas 17,5; Lucas 22,32); debe "actuar por la caridad"
(Gálatas 5,6; confrontar Santiago 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (confrontar
Romanos 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
La fe nos hace gustar de antemano el gozo y
la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces
veremos a Dios "cara a cara" (1 Corintios 13,12), "tal cual
es" (1 Juan 3,2). La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna:
es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura
que gozaremos un día (S. Basilio, Spir. 15,36; confrontar S. Tomás de A., s.th. 2-2,4,1).
Ahora, sin embargo, "caminamos en la fe
y no en la visión" (2 Corintios 5,7), y conocemos a Dios "como en un
espejo, de una manera confusa,...imperfecta" (1 Corintios 13,12). Luminosa
por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El
mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos
asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la
muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a
ser para ella una tentación.
Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham,
que creyó, "esperando contra toda esperanza" (Romanos 4,18); la
Virgen María que, en "la peregrinación de la fe" (Lumen Gentium 58),
llegó hasta la "noche de la fe" (Juan Pablo II, Redemptoris Mater 18)
participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y
tantos otros testigos de la fe: "También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe" (Hebreos 12,1-2).
BIBLIOGRAFIA:
CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA. n. 142-165
CONCILIO ECUMENICO VATICANO II
Constitución
Dogmática Lumen Gentium
Constitución
Dogmática Dei Verbum
Constitución
Pastoral Gaudium et Spes
Declaración
Dignitatis Humanae
MAGISTERIO DE LA IGLESIA (DS)