2. El servicio a la cultura
La cultura debe constituir un campo privilegiado de presencia y de compromiso para la Iglesia y para cada uno de los cristianos. La separación entre la fe cristiana y la vida cotidiana es juzgada por el Concilio Vaticano II como uno de los errores más graves de nuestro tiempo. (Gaudium et spes, 43) El extravío del horizonte metafísico; la pérdida de la nostalgia de Dios en el narcisismo egoísta y en la sobreabundancia de medios propia de un estilo de vida consumista; el primado atribuido a la tecnología y a la investigación científica como fin en sí misma; la exaltación de la apariencia, de la búsqueda de la imagen, de las técnicas de la comunicación: todos estos fenómenos deben ser comprendidos en sus aspectos culturales y relacionados con el tema central de la persona humana, de su crecimiento integral, de su capacidad de comunicación y de relación con los demás hombres, de su continuo interrogarse acerca de las grandes cuestiones que connotan la existencia. Téngase presente que « la cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, “es” más, accede más al “ser” ». (Juan Pablo II, Discurso a la UNESCO (2 de junio de 1980), 7: AAS 72 (1980) 738.)
Un campo particular de compromiso de los fieles laicos debe ser la promoción de una cultura social y política inspirada en el Evangelio. La historia reciente ha mostrado la debilidad y el fracaso radical de algunas perspectivas culturales ampliamente compartidas y dominantes durante largo tiempo, en especial a nivel político y social. En este ámbito, especialmente en los decenios posteriores
a la Segunda Guerra Mundial, los católicos, en diversos países, han sabido desarrollar un elevado compromiso, que da testimonio, hoy con evidencia cada vez mayor, de la consistencia de su inspiración y de su patrimonio de valores. El compromiso social y político de los católicos, en efecto, nunca se ha limitado a la mera transformación de las estructuras, porque está impulsado en su base por una cultura que acoge y da razón de las instancias que derivan de la fe y de la moral, colocándolas como fundamento y objetivo de proyectos concretos. Cuando esta conciencia falta, los mismos católicos se condenan a la dispersión cultural, empobreciendo y limitando sus propuestas. Presentar en términos culturales actualizados el patrimonio de la Tradición católica, sus valores, sus contenidos,
toda la herencia espiritual, intelectual y moral del catolicismo, es también hoy la urgencia prioritaria.
La fe en Jesucristo, que se definió a sí mismo « el Camino, la Verdad y la Vida » (Juan 14,6), impulsa a los cristianos a cimentarse con empeño siempre renovado en la construcción de una cultura social y política inspirada en el Evangelio. (ver Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política (24 de noviembre de 2002), 7.)
La perfección integral de la persona y el bien de toda la sociedad son los fines esenciales de la cultura: (Gaudium et spes, 59) la dimensión ética de la cultura es, por tanto, una prioridad en la acción social y política de los fieles laicos. El descuido de esta dimensión transforma fácilmente la cultura en un instrumento de empobrecimiento de la humanidad. Una cultura puede volverse estéril y encaminarse a la decadencia, cuando « se encierra en sí misma y trata de perpetuar formas de vida anticuadas, rechazando cualquier cambio y confrontación sobre la verdad del hombre ». (Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 50) La formación de una cultura capaz de enriquecer al hombre requiere por el contrario un empeño pleno de la persona, que despliega en ella toda su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y de los hombres, y ahí emplea, además, su capacidad de autodominio, de sacrificio personal, de solidaridad y de disponibilidad para promover el bien común. (Juan Pablo II, Discurso a la UNESCO (2 de junio de 1980), 11)
El compromiso social y político del fiel laico en ámbito cultural comporta actualmente algunas direcciones precisas. La primera es la que busca asegurar a todos y cada uno el derecho a una cultura humana y civil, « exigido por la dignidad de la persona, sin distinción de raza, sexo, nacionalidad, religión o condición social ». (Gaudium et spes, 60) Este derecho implica el derecho de las familias y de las personas a una escuela libre y abierta; la libertad de acceso a los medios de comunicación social, para lo cual se debe evitar cualquier forma de monopolio y de control ideológico; la libertad de investigación, de divulgación del pensamiento, de debate y de confrontación. En la raíz de la pobreza de tantos pueblos se hallan también formas diversas de indigencia cultural y de derechos culturales no reconocidos. El compromiso por la educación y la formación de la persona constituye, en todo momento, la primera solicitud de la acción social de los cristianos.
El segundo desafío para el compromiso del cristiano laico se refiere al contenido de la cultura, es decir, a la verdad. La cuestión de la verdad es esencial para la cultura, porque todos los hombres tienen « el deber de conservar la estructura de toda la persona humana, en la que destacan los valores de la inteligencia, voluntad, conciencia y fraternidad ». (Gaudium et spes, 61) Una correcta antropología es el criterio que ilumina y verifica las diversas formas culturales históricas. El compromiso del cristiano en ámbito cultural se opone a todas las visiones reductivas e ideológicas del hombre y de la vida. El dinamismo de apertura a la verdad está garantizado ante todo por el hecho que « las culturas de las diversas Naciones son, en el fondo, otras tantas maneras diversas de plantear la pregunta acerca del sentido de la existencia personal ». (Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 24)
Los cristianos deben trabajar generosamente para dar su pleno valor a la dimensión religiosa de la cultura: esta tarea, es sumamente importante y urgente para lograr la calidad de la vida humana, en el plano social e individual. La pregunta que proviene del misterio de la vida y remite al misterio más grande, el de Dios, está, en efecto, en el centro de toda cultura; cancelar este ámbito comporta la corrupción de la cultura y de la vida moral de las Naciones. (ver Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 24) La auténtica dimensión religiosa es constitutiva del hombre y le permite captar en sus diversas actividades el horizonte en el que ellas encuentran significado y dirección. La religiosidad o espiritualidad del hombre se manifiesta en las formas de la cultura, a las que da vitalidad e inspiración. De ello dan testimonio innumerables obras de arte de todos los tiempos. Cuando se niega la dimensión religiosa de una persona o de un pueblo, la misma cultura se deteriora; llegando, en ocasiones, hasta el punto de hacerla desaparecer.
En la promoción de una auténtica cultura, los fieles laicos darán gran relieve a los medios de comunicación social, considerando sobre todo los contenidos de las innumerables decisiones realizadas por las personas: todas estas decisiones, si bien varían de un grupo a otro y de persona a persona, tienen un peso moral, y deben ser evaluadas bajo este perfil. Para elegir correctamente, es necesario conocer las normas de orden moral y aplicarlas fielmente. (Inter mirifica, 4) La Iglesia ofrece una extensa tradición de sabiduría, radicada en la Revelación divina y en la reflexión humana, (Juan Pablo II, Fe y Razón, 36-48) cuya orientación teológica es un correctivo importante « tanto para la “solución “atea”, que priva al hombre de una parte esencial, la espiritual, como para las soluciones permisivas o consumísticas, las cuales con diversos pretextos tratan de convencerlo de su independencia de toda ley y de Dios mismo ». (Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 55) Más que juzgar los medios de comunicación social, esta tradición se pone a su servicio: « La cultura de la sabiduría, propia de la Iglesia puede evitar que la cultura de la información, propia de los medios de comunicación, se convierta en una acumulación de hechos sin sentido ». (Juan Pablo II, Mensaje para la XXXIII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales 1999, 2)
Los fieles laicos considerarán los medios de comunicación como posibles y potentes instrumentos de solidaridad: « La solidaridad aparece como una consecuencia de una información verdadera y justa, y de la libre circulación de las ideas, que favorecen el conocimiento y el respeto del prójimo». (Catecismo de la Iglesia Católica, 2495) Esto no sucede si los medios de comunicación social se usan para edificar y sostener sistemas económicos al servicio de la avidez y de la ambición. La decisión de ignorar completamente algunos aspectos del sufrimiento humano ocasionado por graves injusticias supone una elección indefendible. (ver Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Ética en las comunicaciones sociales (4 de junio de 2000), 14) Las estructuras y las políticas de comunicación y distribución de la tecnología son factores que contribuyen a que algunas personas sean « ricas » de información y otras «pobres» de información, en una época en que la prosperidad y hasta la supervivencia dependen de la información. De este modo los medios de comunicación social contribuyen a las injusticias y desequilibrios que causan ese mismo dolor que después reportan como información. Las tecnologías de la comunicación y de la información, junto a la formación en su uso, deben apuntar a eliminar estas injusticias y desequilibrios.
Los profesionales de estos medios no son los únicos que tienen deberes éticos. También los usuarios tienen obligaciones. Los operadores que intentan asumir sus responsabilidades merecen un público consciente de las propias. El primer deber de los usuarios de las comunicaciones sociales consiste en el discernimiento y la selección. Los padres, las familias y la Iglesia tienen responsabilidades precisas e irrenunciables. Cuantos se relacionan en formas diversas con el campo de las comunicaciones sociales, deben tener en cuenta la amonestación fuerte y clara de San Pablo: « Por tanto, desechando la mentira, hablad con verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros... No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen » (Efesios 4,25.29). Las exigencias éticas esenciales de los medios de comunicación social son, el servicio a la persona mediante la edificación de una comunidad humana basada en la solidaridad, en la justicia y en el amor y la difusión de la verdad sobre la vida humana y su realización final en Dios. (ver Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Ética en las comunicaciones sociales (4 de junio de 2000), 33) A la luz de la fe, la comunicación humana se debe considerar un recorrido de Babel a Pentecostés, es decir, el compromiso, personal y social, de superar el colapso de la comunicación (cf. Genesis 11,4-8) abriéndose al don de lenguas (cf. Hechos 2,5-11), a la comunicación restablecida con la fuerza del Espíritu, enviado por el Hijo.
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Tercera parte. Doctrina Social y Acción Eclesial. Doctrina Social y Compromiso de los Fieles Laicos., n.554-562. Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Conferencia Episcopal de Colombia. Bogotá, D.C. Colombia. 2005.
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